A estas alturas del partido (de su trayectoria, de la larga lista de premios que recibió), hablar bien del trabajo interpretativo de Julio Chávez puede resultar reiterativo y obvio. ¿Qué se puede decir que ya no se haya dicho? Es casi imposible sortear este obstáculo, por eso ¿qué más da?, seré obvia y reiterativa. Julio Chávez logra con su Charlie que uno se enamore con él de Sylvia, de su cabra; logra que uno entienda hasta el tuétano ese dolor animal que él siente por no ser comprendido, por no ser aceptado, por intuir que algo no debe andar del todo bien. Duele su dolor, enamora su amor. Pero empecemos por el principio.
Charlie es un afamado arquitecto al que le sobra el éxito, el dinero y el reconocimiento, pero algo lo perturba, lo distrae de su cumpleaños, del premio que acaba de recibir, de su bella mujer, de su hijo. Se ha enamorado de una cabra, a la que llama Sylvia. Hace seis meses que no puede más con su vida, con sus contradicciones, sus dudas, con la necesidad de decirlo. Y un día lo hace, como al pasar se lo dice a Julia, su mujer, y ella se ríe; entonces él se lo dice a su mejor amigo, Axel, quien se ríe también, pero sólo al principio. Es él quien desencadena el derrumbe. Derrumbe emocional, afectivo y físico de una familia tan normal.
Lo que comienza como comedia, incluso con los hechos sobre la mesa, deviene en violenta tragedia. Y aquí Julio Chávez entra a jugar como director. Los ritmos se aceleran, las situaciones se desencadenan casi por sorpresa. Diálogos que suenan disparatados a primera vista, se vuelven oscuros con el trascurrir de la obra. Es difícil dejar de lado la risa porque enfrenta a ese costado inasible del amor, en el que uno queda desprotegido, indefenso.
La obra de Albee habla de la naturaleza del amor o de las múltiples formas que éste puede tomar. Charlie se enamora de una cabra, ¿qué tan objetable puede ser eso si el amor es sincero? Albee mete a sus personajes y al espectador en un intríngulis que no tiene por qué ser moral, pero termina siéndolo. Expone a sus criaturas a un amor prohibido, a un amor diferente, a un ser diferente que se transforma en un peligro (para la mujer, para el hijo), al que hay que eliminar.
Viviana Saccone compone con precisión a su Julia, en ella está toda la virulencia que va in crescendo . Escucha y reacciona, y sigue escuchando hasta que no puede más. Chávez tiene en ella una aliada en escena (y debe haberlo sido para dirigirla); Vando Villamil rema victorioso su ingrato papel, y al que le faltan horas de escenario es a Santiago García Rosa, quien interpreta a Willy, el hijo de la pareja, que tiene a cargo un par de escenas dificilísimas que, lamentablemente, no llegan a buen puerto. Quizá sólo es cuestión de tiempo, o quizás allí falte ajustar algo por parte del director.
Con un fino soporte en iluminación, escenografía, vestuario y música, La cabra se vuelve una experiencia que incomoda, como seguramente buscó su autor.
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