“Hay un maltrato general”
En su obra “Maldita sea (la hora)”, una situación de dominio familiar sirve para hablar de un estado de cosas en el que cada individuo se vale de todo recurso para imponerse sobre el otro.
Por Hilda Cabrera
Hace diez años que el actor Julio Chávez se inició en la escritura teatral. Comenzó desarrollando “situaciones”, luego creó obras cortas y después otras no tan breves. Editó incluso por su cuenta un libro con tres piezas de su autoría: Pobre angelito, Que la Pachamama espere y Maldita sea (la hora). Esta última es la que estrena hoy (y podrá verse sólo los viernes), a modo de debut como autor y director, en el Teatro Payró (San Martín 766). Lo que en principio fue un trabajo destinado a los alumnos de su taller, con los que realiza periódicas muestras, se convirtió en espectáculo integral. El tema central es el maltrato, y la interpretan Nora Bitar, Leandro Castello, Carolina Gaetmank, María Laura Occhi y Ernesto L. Vacarezza. Retrata a personajes (hermanas y un hermano, a los que se suma el marido de una de las mujeres) que viven en un sótano a expensas de la madre. Esta los mantiene con la condición de que cuiden de una niña “débil mental” integrante de la familia, y la “suban” a tomar el té con ella los domingos a una hora determinada. Maldita… comienza con un parlamento de la madre en off. La mujer está en la cocina, junto a su mucama Antonia, preparando una torta. Lo que dice es escuchado por los habitantes del sótano a través de un baby call.
Chávez cuenta con una experiencia en actuación de treinta años en teatro, habiendo recibido premios y destacándose en otras disciplinas. Entre sus trabajos en cine figuran Un oso rojo, El visitante, Un muro de silencio, La película del rey, Señora de nadie, El agujero en la pared, La parte del león y No toquen a la nena. En TV participó de “Par simple”, “Archivo negro” y, entre otros, de los unitarios “De poeta y de loco”, “Nueve lunas” y “Alta comedia”. Se inició en el teatro siendo adolescente. Egresó del Conservatorio Nacional de Arte Dramático, estudió con Luis Agustoni, Carlos Gandolfo y Lito Cruz, y actuación y dirección con Agustín Alezzo y Augusto Fernandes. Entre otros títulos, coprotagonizó El vestidor, junto a Federico Luppi, y participó en montajes de La gaviota, El pelícano, Fausto, En boca cerrada, Informe para una academia y El cuidador. Como artista plástico realizó exposiciones con su verdadero nombre, Julio Hirsch. Acaba de ser elegido por la cadena HBO para protagonizar una miniserie policial, que lo mantendrá ocupado entre octubre de este año y febrero de 2004. Aguarda, además, el estreno de un nuevo film de Santiago Loza, en el que actúa, y sigue escribiendo, pintando y cursando estudios de filosofía.
–¿Por qué los personajes de “Maldita…” resultan al mismo tiempo comunes y siniestros?
–Estas cinco “personitas” son espantosas, pero el lenguaje que emplean y sus actitudes son semejantes a los del hombre y la mujer de la calle. No intento utilizar artificios literarios, porque lo que me conmueve y me lleva a escribir es el lenguaje cotidiano. Estos seres creen estar habilitados para maltratar, y de una manera horrorosa. El maltrato que aparece en la obra es el habitual que nos golpea en la calle.
–Y donde el que lo sufre no sabe cómo se origina…
–Proviene, creo yo, del primer insulto “autorizado”. En la relación con el otro hay que tener cuidado con esas frases que oímos a diario, como “¡Callate, boludo!”, que dejamos pasar y se convierten en costumbre, en algo inevitable. Maldita… intenta mostrar el sometimiento entre personas, también a través del lenguaje que utilizan.
–¿Puede decirse que ese autoritarismo se transforma en una condena, puesto que los hijos relegados al sótano permanecen allí como si no pudieran hacer otra cosa?
–Ellos son incapaces de hacer algo para salir, actúan como si fueran parte de una manada. Se mueven como si tuvieran voluntad, cuando en realidad carecen de ella.
–Por momentos, impresionan como pensantes…
–Reaccionan, que no es lo mismo. Pensar significa tener la posibilidad de reflexionar. Ellos reaccionan como si fueran animales heridos ante elmaltrato, pero no afirman ningún punto de vista. Se limitan a decir “¡Callate la boca!” o “¡Qué hacés!”. Son unos “impresentables”, a los que su madre no quiere ver. Permanecen en ese sótano obligados a cuidar a una niña retardada a cambio de un techo, de un poco de agua caliente.
–El discurso de Gerardo sobre la debilidad mental parece, sin embargo, un intento por explicar la circunstancia en que se encuentran…
–Cada personaje guarda asuntos propios. Gerardo cree que el conocimiento es en sí una forma de solucionar problemas. Se parece a esas personas que creen que si entienden cómo es el proceso de una enfermedad, “van a poder” con ella. El saber intelectual no es suficiente, como no lo es la información como única herramienta para comprender un hecho.
–¿La situación por la que atraviesan estos personajes le fue inspirada por algún acontecimiento?
–No, pero se relaciona con cosas en las que me gusta detenerme. Me conmueven los modos que adoptan las personas para articular sus ficciones diarias. Eso de querer ganarle al otro, dominarlo y hasta humillarlo con actitudes que en otro contexto podrían calificarse de insignificantes. La sarta de bestialidades que alguien es capaz de decir a otro por una tontería revela una interioridad que asusta. Me interesa fijar la mirada en esos “disparadores”, que comunican mucho más de lo que se aparenta.
–¿Piensa que esa forma de relacionarse es particular de los argentinos?
–No. Es un fenómeno humano, como las categorías que imponemos a nuestro comportamiento. Si el que toca el timbre de nuestro departamento es el portero, a uno no le importa recibirlo descalzo, pero si el que llega es un abogado uno se pone los zapatos. Nuestra conducta, positiva o no, a nivel social, es la que además queremos estampar en el otro. De todo eso que sucede en la cotidianidad, siempre me asombró comprobar que de la infinidad de impresiones que recibimos, sólo somos capaces de expresar muy pocas. Saliendo de un bar vi a dos chiquitos hablando de una camiseta de fútbol. Cuando uno empezó a decir “¿Sabés lo que me gusta de la camiseta…?”, el otro lo cortó con un sonoro “No, boludo, ¿sabés lo que pasa…? El chico, de unos ocho años, no había articulado lo que sentía, cuando el otro, que quizás era su amigo, se lo impidió diciendo qué cosa le pasaba a él. Me dije que esa escena podía ser el comienzo de un fin, el comienzo de un sometimiento. Si relaciono impresiones como ésta con “mi salida” como autor y director, el teatro se me aparece como un espacio donde puedo proyectar mi mirada sobre algunos asuntos sin que nadie, al menos mientras dure la función, se atreva a decirme ¡Callate! Después, a la salida, podrán decirme “No, boludo, sabés lo que pasa…” Pero ése es otro tema.
https://www.pagina12.com.ar Viernes, 8 de agosto de 2003