Lunes 15 de agosto de 2005 Instantáneas de la vida
Mi propio niño Dios». Dramaturgia y dirección: Julio Chávez. Intérpretes: Mercedes Quinteros, Victoria Marroquín, Hernán Chacón. Diseño de vestuario: Cecilia Allassia. Escenografía: Julio Chávez. Adaptación escenográfica: Marcelo Valiente. Iluminación: Eduardo Maggiolo. Asistentes de dirección: Hernán Húbeli, María Eugenia Fraguas y Patricia Biurci.
En una pequeña casa de barrio, una modista recibe a un vendedor de telas. Ella descubre en cada paño una posibilidad de confección y él se remite a anotar los pedidos de su clienta con mucha tranquilidad. Pero es la hija de esta mujer quien llega para introducir una fuerte inquietud en los otros personajes. El se muestra sumamente interesado en la joven. Lo han invitado a tomar el té y hasta ha traído un regalo. La madre los observa, los acompaña y teme por un desenlace que sabe posible. Su hija produce daño, sin quererlo, a las personas de las que se enamora. Esa terrible cuestión se cuela a través de las conductas de las mujeres, mientras el apasionado muchacho sólo ansía descubrir a la mujer de la que está enamorado. Como una terrible contradicción del destino, la muchacha, que casi nació en Nochebuena, podría haber sido un niño Dios.
El mundo que concibe Julio Chávez en esta oportunidad es muy afín al que delineó en «Angelito Pena» o «Rancho», sus producciones anteriores. De a poco, va componiendo una historia pequeña en la que lo que importa no es tanto la anécdota, sino el peso de los individuos que van desarrollándola. No hay un antes del que sea necesario hablar demasiado, por ejemplo. Todo está sintetizado en un momento preciso, determinado, exhaustivamente analizado. Como un profundo fotógrafo, a Chávez parece interesarle capturar el instante y devolverlo en acciones y palabras que resultan testimonios directos. A través de ellos, el espectador tomará contacto con unas conductas particulares y hasta mínimamente tendrá acceso a una pequeña porción de la realidad de unos seres que, en cualquier lugar del planeta y en ese mismo instante, pueden estar viviendo un momento idéntico. Chávez decide reflejar una situación de vida y la observa, en este caso, desde tres lugares diferentes que se corresponden con cada personaje.
El autor y director es preciosista a la hora de reconstruir ese momento poético sobre el que trabaja. Su puesta está plagada de sutilezas. Lo que se dice, lo que se hace y hasta los objetos con los que por momentos los intérpretes se relacionan son extremadamente pequeños y a la vez potentes: ver y tocar unas telas provoca fantasear sobre un modelo y hasta sobre la persona que lo va a lucir; un pequeño florerito roto trae a la memoria el recuerdo fuerte de un afecto; detrás de unos lentes oscuros asoma la tragedia, tener la buena intención de interesarse por el otro puede resultar de una complejidad extrema. Esa valorización recurrente también descubre un dramatismo muy atractivo, porque ese acto de tocar algo o el impulso que lleva a una determinada acción promueve un discurso, por momentos intrascendente, pero que en verdad suma rasgos calificados a una conducta o hace progresar la tensión y genera una intriga provocadora para la atención del espectador.
En lo interpretativo, «Mi propio niño Dios» cuenta con un estilo atractivo. Cada actor, puede decirse, es una parte de un único personaje mayor. Aquel que le interesa reflejar al autor: un ser común que ha crecido dentro de un ámbito familiar complejo, que decide amar intensamente, fuera de las complejidades de su historia, y termina lastimando a su amor. En escena, van dando señales, de a uno, de sus pequeñas porciones de realidad. La madre es quizá la más acabada en su diseño, lleva la línea de la acción y, por ende, tiene pautas sobre un posible desenlace. La joven está buscando un profundo cambio y juega. Es muy frágil y a la vez muy terrible, pero mantiene su intención de escapar de eso. El muchacho carga las tintas sobre la ingenuidad, la pureza. Su mundo es de una profunda ternura y su accionar resulta sumamente romántico.
Mercedes Quinteros (la hija), Victoria Marroquín (la madre) y Hernán Chacón (el vendedor) construyen a sus personajes con mucha vitalidad y cada una de las escenas adquiere un justo dramatismo. De continuo, valores que generan sorpresas fortalecen las relaciones entre ellos y esto hace que el espectáculo se torne más y más inquietante.
Desde lo escenográfico, se impone el realismo y un juego entre el adentro y el afuera que tiene su peso. Adelante acontece la vida: detrás se fabula para contener o no provocar al destino, que ya está bien marcado. .Carlos Pacheco
www.mundolatino.ru