Como el resto de los mortales que poseen la aptitud del lenguaje y la imaginación, Julio Chávez tergiversa sus pensamientos al decirlos, según él mismo afirma. Y esa observación es en sí misma una tergiversación de lo que cruza por su mente cuando afirma que tergiversa sus pensamientos al decirlos. “Como dice Pirandello, estoy haciendo una traducción de un asunto que hay en mi cabeza, soy el traductor del traductor del traductor…”, grafica. Y es una cadena que no termina, no porque no tenga origen, sino porque no se pretende rectilínea: posee más bien el aspecto de una telaraña de cuyos nodos se disparan lanzas de sentido hacia múltiples direcciones. Entonces, uno se cruza por la calle con un póster predominantemente negro que muestra rapado al actor, director, dramaturgo y docente, con una camiseta con botones y tirantes, junto a una Karina K con vestido y guantes recortados haciendo juego. Es la publicidad que anuncia con tipografía sangrienta el estreno de Sweeney Todd, el cruel barbero de Fleet Street para mañana a las 20 en el teatro Maipo (Esmeralda 443). Y si es la primera vez que se lo cruza, uno no sabe por qué la mirada tarda en acostumbrarse a la propuesta. ¿Tendrá que ver con que es su primer musical en más de treinta años de trayectoria? ¿O con el apego que produjo su temperamental José, de la exitosa serie televisiva Tratame bien? ¿O acaso con el desapacible paso entre éste y el aún fresco ser encarnado por Johnny Depp en el universo burtoniano? Tal vez sea la suma de esas circunstancias y de otras no enumeradas, pues “nada puede ser completamente dicho”, sentencia el también autor y director de La de Vicente López (que se muestra los viernes a las 21 en el Beckett, Guardia Vieja 3556).
El “cuentito” publicitado, el del barbero asesino surgido de una leyenda de símil estatus que Jack El Destripador, arranca en la Londres victoriana, cuando Sweeney regresa de un exilio forzado por un juez secuestrador, violador y homicida. Es que entre las víctimas de este déspota se encuentran la esposa ultimada y la hija raptada del pobre estilista inglés, que al volver –con no sólo la frente sino todo lo suyo marchito– inmediatamente conoce a la Señora Lovett, una pastelera bastante excéntrica. Junto a ella, el peluquero justiciero inicia un negocio redondo: no harán jabón de hombres asesinados a navaja, sino pastelitos de carne. Como buena parte de la obra transcurre en el interior de una barbería y alguna vez Chávez fue dueño de una cabellera abundante, ése es el tema con el que la charla con Página/12 comienza. “Cuando era chico, vivía a la vuelta de un peluquero, y era un lugar muy importante, porque era adonde acompañaba a mi padre como regalo por portarme bien”, recuerda. “Debía sentarme muy juiciosamente porque en esa época el peluquero era como un cirujano. Por lo blanco, por el guardapolvo, por las tijeras, el lugar tenía algo de quirófano. Los peluqueros eran hombres serios y tenían algo glorioso: la… ¿cómo se llama?”
–¿Gomina?
–¡La gomina, hombre! Era algo genial, porque era de color extraño, un azul transparente, y con un olor muy particular. Recuerdo también el de la colonia, su ardor, que era una especie de cierre glorioso del hecho. Las maquinitas, la decisión del corte. Era un momento en el que el hombre tenía pocas escenas estéticas.
La huella más lejana que Chávez evoca sobre la puesta de este thriller musical con elementos de grand guignol es el comienzo de su amistad con Ricky Pashkus, director general de la obra. “Nos conocemos desde el ’75. Fuimos parte del casting para la película No toquen a la nena, dirigida por Juan José Jusid, que fue mi primer film. Quedamos cuatro finalistas, dos varones y dos mujeres: nosotros y Cecilia Roth y Patricia Calderón González. Ahí nos hicimos amigos con Ricky y Cecilia.” Cuatro años más tarde, el coreógrafo dejaba atrás su actuación en Aquí no podemos hacerlo –de Pepe Cibrián y considerado el primer gran musical argentino– y también Buenos Aires, con destino a Nueva York. Allá, en Broadway, presenció la obra escrita por Hugh Wheeler, con letra y música de Stephen Sondheim, dirección de Harold Prince y protagónicos de Angela Lansbury y Len Cariou. “Al regresar me habló de lo maravillosa e increíble que era, pero ninguno estaba en condiciones ni de pensar que íbamos a hacerla”, sostiene el actor de 54 años. El calendario se puso a dieta, sus carreras se diversificaron y consolidaron, y, en 2008, Chávez viajó a España para participar en el Festival de Otoño con Yo soy mi propia mujer, premiada pieza de Doug Wright. Allá, en Madrid, presenció la versión de Sweeney Todd del uruguayo Mario Gas. “Cuando volví, le dije a Ricky: ‘Hagámoslo’.”
–¿Y luego qué siguió? ¿Incidió usted en la elección del elenco?
–No, no me meto. Si tenés un director musical como (Alberto) Favero y uno general como Ricky, y te metés, pasa algo malo. No lo hago en las elecciones de los elencos que no dirijo porque es parte de la fe en un director. Los pasos sucesivos fueron un casting que me hice a mí mismo durante dos meses y que mostré a Ricky, a Favero y a Lino Patalano, a ver si creían que estaba en condiciones de encarar el proyecto; no en condiciones de hacerlo bien, sino de animarse a la aventura, porque lo otro nadie lo sabe. Me dieron el visto bueno y empecé a prepararme en enero, sabiendo que el casting del elenco empezaba en mayo. Luego tuvimos cuatro meses de ensayos.
–¿Y en cuanto al canto?
–He hecho muchas cosas para entrenarme, pero nunca me había ocupado de aprender a cantar. No era mi tema, sino trabajar con la voz. Hace dos años y medio que entreno con Susana Rossi, una gran maestra. Y obviamente, una vez decidí que iba a hacer esto, seguí con ella y le sumé un profesor de música que me enseña las partituras. He tenido que ponerme a estudiar muy seriamente. Además, cuido la garganta. Cuando la tengo cansada, padezco más. Pregunto: “Che, ¿qué tipo de té tengo que tomar?” Y me preparo té de orégano o jengibre. Estoy metido en una tribu que pertenece también al teatro y que tiene sus particularidades. Como en este momento soy partícipe de esto, comienzo a adquirir los hábitos y espero adquirir las virtudes y las mañas, porque la voz es el instrumento más desagradecido de una orquesta.
–¿Por qué?
–¡Porque a veces no funciona! El piano, sí, pero la voz a veces sí y otras no, porque es un instrumento formado por carne, cartílago, venas, músculo y sangre, sometido al cansancio y a las presiones psicológicas. De la orquesta, es el instrumento más sensible.
–A propósito del premio a mejor actor que recibió en el Festival de Berlín por el protagónico en el film El otro (Ariel Rotter, 2007), en ese entonces le preguntaron si significaría un vuelco en su carrera y usted respondió que volcar sería catastrófico yendo por “la ruta lo más bien”. ¿Sweeney Todd representa ese “riesgo”? ¿Podría ser así de significativo?
–Es significativo sin dudas, pero ¿un vuelco? ¡Yo ya me considero un volcado! Es parte de un proceso, un camino como el que cualquier ser humano construye, en el que puede haber hitos históricamente importantes. Sweeney Todd es el punto en el que me encuentro ocupándome de algo para lo cual no me he preparado hasta ahora. Y es un hermoso problema en el que voy a poder reflexionar más adelante. Hoy es…
–¿Disfrutarlo?
–No. Ocuparme. Porque tengo muchas cosas de qué ocuparme. Tengo una batalla que todavía no entiendo muy bien por qué la tengo. Sin dudas, debe contener toda una explicación. Soy actor y
Sweeney Todd es para un actor que canta. Es casi como un regalo para uno de muchos años de comedia musical, y yo empiezo por ahí, producto también de mi edad. Es la posibilidad de que expanda algo oculto. Eso es algo que tiene cualquiera. Recuerdo una frase hermosa que dice: “No sabía que era imposible, fue y lo hizo”. Hay algo ahí que sólo necesita un detonante. Una cierta habilidad, un gusto, una disponibilidad y el instrumento dotado tal vez para algo que tiene la posibilidad de empezar a hablar, a decir “yo existo”. De todas formas, que un actor trabaje con su voz no es como que haga patinaje sobre hielo.
–¡Bueno, quién le dice que no sea lo próximo!
–(Risas.) No lo sé. Tal vez sea protagonista de Holiday On Ice haciendo del Chanchito Picarón.
–¿Cuáles son las particularidades de este Sweeney Todd y cuáles la alejan de la versión más fresca, la de Tim Burton?
–Las diferencias con la de Burton son muchísimas, porque él juega con el lenguaje que le es pertinente: el del cine. Trabaja con protagonistas mucho más jóvenes que los roles y es casi como una visión fashion hermosa, con un arte delicioso. Pero es la mirada de Burton, uno reconoce cómo atraviesa a través de su estética y relata el cuentito. Acá contiene un coro que en la película no está y es protagonista absoluto. Este Sweeney Todd responde mucho más a la versión del ’79. Pero en qué se va a particularizar no puedo saberlo. Estoy a poco del estreno y es como preguntarle a una persona que está por casarse qué es el amor: no lo sabe. Te puede decir qué son el catering, el traje y los regalos, pero no está en el momento para decir qué es el amor, ¡porque en una de ésas no se casa! Tengo la impresión de que estamos construyendo una versión de una pureza muy grande porque está Favero que, además de ser un gran director musical, conoce la obra muy bien y le tiene un cariño y un respeto particulares. Creo que es un material muy ajustado, estricto, divertido, que fluye muy bien, con una Karina K y un elenco deliciosos. Ricky es un director que ha logrado gobernar sobre un grupo de creadores de una manera notable y eso se va a sentir en el escenario… De todas maneras, no conozco a ninguna persona que haga una nota y diga otra cosa (risas).
–Si admite eso, ¿qué se le puede preguntar?
–Puede preguntarme lo que quiera, pero le soy sincero, yo me escucho y digo: “¡Cuánta novedad la respuesta!” Debo decirle qué es lo que pienso, pero si no, lo hubiera dicho igual.
–¿Y qué piensa sobre Sweeney, el personaje?
–Es un hombrecito adorable. Es como si a Curly, de Los tres chiflados, le hubieran hecho daño y hubiera decidido ser malo. Es como para pensar: “¿Te parece meterte con un ser humano como Sweeney Todd, joderle la vida a ese tipo que no jode a nadie?” De todas formas, creo le damos un exceso de virtud a la bondad, porque cuando se excede es un defecto.
–¿Cuál es la medida?
–Ese es el hermoso tema. Es como la historia del alemán al que le preguntan, como a buen conocedor de cerveza, cuánta se puede tomar. Y él dice: “Usted puede tomar una botella, dos o un cajón, un tanque, cuatro o noventa. Ahora, si se excede…” ¿Cuál es la medida? No lo sé. La medida del exceso está entre una botella y noventa tanques, es la que hace la historia de vida de cada uno.
–En una entrevista dijo que este Sweeney es menos paranoico y más perdedor.
–Es un hombrecito perdedor, le sale todo mal.
–Pero en su origen no era así.
–En 1850 era un psicópata malvado. Mataba a los clientes porque quería quedarse con las billeteras para juntar el capital para conquistar a una chica. Pero después Sondheim y Prince lo transformaron, en el ’79, en la víctima. Hay un juez que pasa a ser el malo y él es el que ha sido abusado y se transforma en un justiciero, en uno perdedor.
–¿Ese paso habla de un cambio de paradigma entre épocas?
–Si lo analiza un sociólogo, puede encontrarlo, pero desde mi espacio no hago esa relación. Lo importante es que Sweeney Todd es un cuentito, y como uno certero puede ser interpretado de muchas maneras: puede salir una persona haciendo una reflexión sobre la ética y otra habiendo visto un cuentito de horror sobre un loquito que mata. Amerita que cada cual lo tome y pueda hacer el trabajo que quiera. De lo que estoy seguro es de que el Sweeney Todd que contamos no contiene en sí mismo una moraleja. No intenta marcar una tendencia. Y por eso se mantiene en Inglaterra en la época de la industrialización, en una escenografía. “Esto pasó allí y en ese momento”, se relata desde ese lugar. Y es certero porque permite que cada cual haga su viajecito.
–Pero al principio de la obra, un joven canta que recorrió el mundo y no encontró lugar como Londres y Todd irónicamente responde que sí: no hay lugar como Londres, pero la crueldad del hombre es la misma allí o en Perú.
–Sí. Es que este cuentito puede suceder en cualquier lugar en que haya una comunidad de humanos donde haya un hombre muy sencillito que tenga una mujer muy hermosa y otro muy poderoso que se la quiera garchar.
–Dice que esta versión no tiene en sí misma una moraleja. ¿No lo indujo a reflexionar sobre la venganza?
–No, para mí no es la historia de la venganza, sino de un equivocado acto de justicia. De todas maneras, no es un tema sobre el que esté reflexionando en este momento. No he elegido ese camino, sino otras cuestiones, ocuparme más de algo muy rudimentario, primario, que tiene el personaje. Y sobre todo de aprender a cantar. Esa reflexión está en el interior del cuentito, no hace falta que yo la haga. El mismo cuento se ocupa de eso, yo me he ocupado de encontrar la manera de contarlo. Pero no creo que el cuento necesite que lo reflexione.
–¿No suele juzgar sus roles?
–No. Y sí. Hay una parte mía que sin dudas tiene una suerte de opinólogo, pero en el momento de construirlo eso no sirve para nada. Intento poner en juego mi humanidad, no mi juicio. Hay roles y roles y momentos de la vida de un actor, y hay asuntos que tocan la fibra ética de un actor en momentos particulares y hay otros que no. Hay roles que como actor puedo decir que no entiendo. Por ejemplo, hice La gaviota, de Chéjov, en el ’95, dirigido por (Augusto) Fernándes en el San Martín. Y hay algo de Tréplev que nunca entendí: que se mate. No lo entiendo. Me lo pueden explicar, lo podré actuar más o menos bien, pero es como tener un bife que sé que está en mal estado pero que no puedo tragar. Y va más allá de mi voluntad.
–Es una admisión saludable…
–Estoy aprendiendo, tal vez tarde, que el no saber es la gran puerta al conocimiento, a la construcción de una expresión. Es más importante hacer una pregunta que saber una respuesta. Me he preguntado mil veces acerca de Tréplev. Y no comprendo el punto en que decide quitarse la vida. Como persona es algo que me cuesta. Y, sin dudas, eso obró en mi trabajo. Lo actuaba pero no lo comprendía.
–En relación con esto, usted alegó una vez que “la falla es la gran entrada para que el arte se ubique”.
–Si Hamlet se hubiera hecho sin fallas y ya hubiese estado resuelto su problema, ¿cuál sería el sentido de volver a hacerlo? Lo maravilloso de Hamlet es que en sí mismo nada puede ser completamente dicho. Siempre hay algo no dicho. Esto no dicho es lo que permite que este ser humano se ocupe de ver si lo puedo decir, y obviamente no va a poder. Es como el sistema: uno cerrado no funciona. Como en el juego de los numeritos que se van corriendo, tiene que haber un huequito. Sin esa falla no se puede jugar.
Espacios de pensamiento
En una entrevista, usted afirmó: “La ficción puede hacerse cargo de ciertos asuntos, pero hay otros que prefiero que sean reflexionados en el interior de otros espacios”.
–Me siento unido con el pensamiento que dice que hay espacios de pensamiento para cada cosa. No es lo mismo un hecho pensado en el espacio de la política que en el del arte, la religión o el amor. Son espacios diferentes, y me parece que está bueno que cada uno de ellos comprenda que tal cuestión está siendo pensada en ese momento por el arte y por la política. Y que no es lo mismo. Pueden establecerse asociaciones, pero la autonomía de los espacios de pensamiento es importante que se mantenga. Estoy pensando en un fenómeno desde el espacio del arte. No voy a aceptar que la política venga a pretender que le responda porque no me he comprometido con ese espacio. Si veo que una persona dice “pero el arte…” significa que está pensando el fenómeno desde la política: que ella se haga cargo de cómo lo piensa.
La obra
Con dirección general de Ricky Pashkus y musical de Alberto Favero, esta versión vernácula de Sweeny Todd, traducida y adaptada por Federico González Del Pino y Fernando Masllorens, cuenta con actuaciones de Julio Chávez, Karina K, Walter Canella, Fernando Dente, Carolina Gómez, Marcelo Gómez, Martín O’Connor, Belén Pasqualini, Roberto Peloni, Guido Balzaretti, Lelia Couselo, Gustavo Guzmán, María Hernández, Diego Jaraz, Rosana Laudani, Estela Leiva, Andrea Lovera, Stella Maris Faggiano, Sergio Miranda, María Pastore Camino, Martín Repetto, Rubén Roberts y Adrián Scaramella. La adaptación de las canciones fue realizada por Elio Marchi, los vestuarios por Renata Schussheim, la iluminación es de Ely Sirlin y la producción artística de Lino Patalano. Las funciones se realizarán los miércoles, jueves y viernes a las 20, los sábados a las 19.30 y a las 22.30 y los domingos a las 19.30 en el teatro Maipo, Esmeralda 443.
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