Clarín 21/01/2014
El placer de colorear
Julio Chávez interpreta a Mark Rothko, figura del expresionismo abstracto, un colorista de la posguerra que en la ficción de esta obra entabla un contrapunto con su pupilo.
Por Jorge Luis Montiel
Los verdaderos artistas, cualquiera sea la disciplina que transiten, a diferencia del resto de los mortales, gozan del privilegio de exorcizar sus propios demonios a través de las creaciones que plasman.
Con palabras, imágenes, sonidos, caracterizaciones o movimientos pueden desplegar todos los sentimientos y pensamientos del alma humana en un rango perturbadoramente infinito. Algunas de esas mentes iluminadas por las musas sufren esta capacidad de adentrarse y confrontar con lo más insondable y reprochable del hombre. Por esa razón, en los resultados finales siempre se advierte la búsqueda de una redención que alivie en parte tamaña conciencia.
En la plástica, desde las sombrías figuras de Goya (basta recordar el cuadro La letra con sangre entra) o los lacerantes tajos en los lienzos de Lucio Fontana, evidencian que los pintores de todas las épocas elevan una plegaria que los logre liberar de la terrible lucidez que implica mirar el presente o el futuro sombrío de sus contemporáneos.
De este material intelectual se nutre Red, pieza del dramaturgo y guionista estadounidense John Logan, estrenada en Londres, en 2009, sobre un hecho ficticio en la malograda vida del pintor autodidacta Mark Rothko.
Nacido Marcus Rothkowitz (1903-1970) en Letonia, fue el epítome del expresionismo abstracto norteamericano, un sublime y sensible colorista de la postguerra, cuyas obras representaban franjas de una sola tonalidad borrosa. Adicto al alcohol y el tabaco, se suicidó en los Estados Unidos, donde vivió, trabajó y se hizo conocido.
La trama lo sitúa junto a un joven e inteligente asistente, durante el verídico y angustiaste encargo de realizar los murales para el restaurante del Hotel Four Seasons de Manhattan, a fines de los años cincuenta. Como en todo recorrido iniciático, se descuenta que el encuentro con el maestro, nada bueno deparará al inexperto muchacho.
Por momentos, el texto corre el riesgo de transformarse en un extenso diálogo socrático, donde Rothko pontifica sobre el arte y el sentido de la vida, mientras el pupilo, por quien no siente ningún interés afectivo o didáctico, desafía, con lógica implacable, cada una de sus lúcidas teorías. Sin embargo, a pesar del torrente de palabras, cargadas de ideas y conceptos, la mejor escena es aquélla donde los personajes expresan de manera corporal, lúdica y en silencio, el placer de colorear juntos una tela en blanco.
Julio Chávez demuestra su proverbial talento y se mimetiza con la imagen del auténtico Rothko, ayudado por el logrado vestuario de Mini Zuccheri. No obstante, al menos en la función que vio este cronista, su interpretación se instaló en un tono tan alto que bordeaba, por instantes, el exceso de histrionismo. Gerardo Otero está a la altura del compromiso, mientras que en la correcta puesta en escena de Daniel Barone se añora un toque de mayor sutileza.