En su primer largo en solitario, el director premiado en Berlín entrega un retrato preciso y austero de un personaje a punto de ebullición.
Por Luciano Monteagudo
Hay una severidad, un ascetismo, un rigor infrecuentes en El custodio, la ópera prima premiada en Berlín de Rodrigo Moreno, que antes había compartido las experiencias colectivas de El descanso y Mala época. Para su primer largometraje, Moreno eligió corregir el encuadre, desplazar su mirada y convertir en protagonista a aquel que en cualquier otra película hubiera sido apenas un extra: un personaje gris, opaco, solitario, el custodio de un hipotético ministro de Planeamiento, el hombre que abre las puertas y espera, en silencio, siempre del lado de afuera.
Es muy interesante aquello que tiene para mostrar Moreno, porque se trata de una visión lateral, en escorzo, oblicua del poder. Un poder por otra parte menor, burocrático, meramente administrativo. Nadie amenaza a ese ministro ni corre ningún riesgo físico que justifique la presencia del custodio, cuya tarea parece reducirse a una cuestión figurativa, de representación de la formas, una suerte de “valet parking” con chaleco antibalas y pistola nueve milímetros en la sobaquera.
El punto de vista de El custodio es siempre uno y sólo uno, el de su protagonista, que ve pasar la vida desde los márgenes: desde el parabrisas del auto estacionado a la espera de una orden que lo ponga en movimiento o desde el pasillo aséptico de un ministerio, donde apenas alcanza a escuchar fragmentos de un discurso ininteligible, vacío, coronado de risas burlonas o frívolas.
A diferencia del ministro –un hombre se supone culto, que habla idiomas y pertenece a una burguesía ilustrada–, Rubén, el custodio, integra la clase prestadora de servicios. A la manera de una mucama (como la que se cruza en la casa de la familia del ministro o la que hace brillar los pisos de una sala de conferencias), el custodio está expuesto a una serie de pequeñas humillaciones cotidianas y acostumbrado a ser una presencia permanente pero invisible, intangible, como si se tratara de una sombra.
La diferencia, sin embargo, es que el custodio está armado, lleva siempre una pistola: la limpia, la aceita, la cuida; es su herramienta de trabajo, como el anónimo traje de franela gris en el que se pierde cada mañana. La existencia del arma es el resorte dramático que va construyendo la morosa pero progresiva tensión narrativa del film. Un film, por otra parte, seco, magro, que trabaja antes por sustracción que por acumulación. Se diría que el método de Moreno es observacional: como su personaje, el director observa cada uno de los movimientos de su protagonista y de su entorno, registra sus movimientos sin interferir, no provoca la acción, sino que la sigue bien de cerca, sin perderla nunca de vista.
Hay un par de momentos, sin embargo, en los que el film se permite salir del asfixiante ámbito de trabajo del custodio para ingresar en la intimidad de Rubén, no menos opresiva. La visita a su hermana enferma, una frustrada celebración en un restaurante chino, el encuentro con una prostituta, son en la película instancias fugaces pero ajenas a la rutina de Rubén, a la que le aportan quizás una dosis de sordidez que no parece estar en el tono general del film, inspirado más bien en el ascetismo de Takeshi Kitano y Jean-Pierre Melville.
Por otra parte, es indudable que El custodio no sería la película que es sin el trabajo denso, profundo de Julio Chávez, en un papel que lo exige en un sentido no habitual, casi como si fuera un ejercicio de abstracción zen. Se trata de estar permanentemente en cámara, casi en cada plano de la película y, a su vez, al mismo tiempo, de pasar inadvertido, como le pide su personaje. El despojamiento de la película también es el suyo y a través de su mirada pasa la del director. Esa suerte de monólogo silencioso que desarrolla Chávez dentro de sí mismo está cargado de sentido: habla de una violencia tácita, latente entre dos mundos incompatibles, desconocidos entre sí. Una violencia que está siempre a punto de estallar.
8-EL CUSTODIO
Argentina/Alemania/Francia, 2006.
Dirección y guión: Rodrigo Moreno.
Fotografía: Bárbara Alvarez.
Sonido: Catriel Vildosola.
Dirección de arte: Gonzalo Delgado.
Producción: Hernán Musaluppi para Rizoma Films.
Intérpretes: Julio Chávez, Osvaldo Djeredjian, Adrián Andrada, Osmar Núñez, Julieta Vallina.
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