Yo soy mi propia mujer

 

Cuando el actor es su propia creación

 

 

Yo soy mi propia mujer

Calificación: Excelente.
Autor: Doug Wright.
Director: Agustín Alezzo.
Iluminación: Félix Monti.
Escenografía: Gabriel Carrascal.
Vestuario: Cristina Villamor.
Música: Diego Vainer.
Intérprete: Julio Chávez. 1:30’.
Sala: Teatro Real (San Jerónimo 66). Hoy a las 21.

Tan extraña como una travesti berlinesa dedicada al arte del anticuario fue la primera noche de Julio Chávez en un escenario cordobés. El actor considerado uno de los mejores de la Argentina, debutó en el Teatro Real con la obra de Doug Wright, Yo soy mi propia mujer. El descubrimiento entre el intérprete y el público fue mutuo.

La obra, concebida como un interesantísimo ejercicio de escritura, en voz alta, ofrece las condiciones para que Chávez (también director, dramaturgo y docente de teatro) haga nacer un personaje extraño, dislocado y delirante, al tiempo que asume la voz del narrador, el alter ego del autor Wright. Charlotte von Mahlsdorf, la travesti de Berlín del Este, y Wright se encuentran en sucesivas entrevistas que van desnudando la historia y las características particularísimas de una travesti que sobrevivió junto a sus objetos, a la locura nazi y a la contrapartida comunista, amparada en su museo.

Chávez asume los dos personajes durante una hora y media de monólogos que más allá del asunto en sí mismo, es decir, la historia de Charlotte y la constatación de su versión con los documentos de la época, va tomando la forma de un espectáculo hipnótico, en el que la energía de la travesti se devora al actor. Omnipresente, el actor llena el espacio y los sentidos con sus movimientos, su voz y algunos pocos recursos escénicos. Dirigido por Agustín Alezzo, Chávez logra el desdoblamiento físico y emocional ante los ojos del público.

Charlotte no para de contar cómo fue su infancia, de qué manera asumió la condición sexual que la distingue en Berlín, la relación con los padres y con los homosexuales de su época; así como los episodios en que la astucia le permitió sobrevivir a todo sin renunciar a la pollera, el collar de perlas y los zapatos de taco alto.

Unipersonal en estado puro. Yo soy mi propia mujer es una obra literaria, con ritmos internos y curvas de sentido que mantienen al espectador atento. En manos de Agustín Alezzo y Julio Chávez, se convierte en la creación de un actor absolutamente expuesto y librado a su propia energía. Una puerta de madera; algunos muebles y unos pocos objetos dan contención al encuentro representado (el autor entrevistó personalmente a la verdadera Charlotte entre 1992 y 1994).

Ella aparece en los mohínes, el balanceo suave de caderas, los ritmos del cuerpo que prefiere estar sentado, las inflexiones y el tono de voz; las “rr” guturales. El vestuario logra la solución rápida, casi mágica, en las transformaciones: los pantalones se ven como una falda cuando Charlotte cruza las piernas y se las masajea. El cambio de luces y la voz en off señalan transiciones, concentraciones del relato más dramático y variaciones de humor.

Chávez hipnotiza a la platea, quizá, como Charlotte lo hacía con los visitantes que llegaban al museo para admirar las colecciones de muebles. Mientras describe minuciosamente las características de algunos objetos rescatados de bombardeos, pogromos y saqueos, va reconstruyendo “el muro invisible” que la separó de muchas personas por su condición de travesti. Tampoco falta el humor negro y la reacción indignada cuando se la acusa de haber colaborado con los comunistas a través de la Stasi, la policía secreta.

Yo soy mi propia mujer es una reflexión sobre las dificultades de conocer la verdad acerca de las personas y su dolor existencial. Chávez va tomando cada vez más velocidad, expresivo en medio de la continua agitación de Charlotte que no para. El registro de vida de la travesti es el hallazgo, cuestión que quedaría sólo en destreza si no fuera por Julio Chávez, un actor que presta cuerpo y alma a esta Charlotte ambigua física y moralmente. “Yo necesitaba creer”, confiesa el autor dentro de la obra. Con un artista como Chávez, ese acto de fe es muy sencillo para el público.

Para los amantes del teatro

Una virtud: la interpretación de Chávez.

Un pecado: no verla.

Beatriz Molinari
De nuestra Redacción
bmolinari@lavozdelinterior.com.ar

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