El actor Julio Chávez habla de sí mismo y de su trabajo

“Creo que el Oso detestaría a un tipo como yo”
Engordó 14 kilos para encarnar al personaje del film de Adrián Caetano. Pero asegura que, más que eso, debió incorporar un estilo de vida que le es totalmente ajeno. “Nunca me pegaron, nunca pegué, nunca toqué un arma, nunca me llevaron preso”, dice el actor que, frente al éxito, prefiere el bajo perfil.

Por Mariano Blejman
La historia puede resumirse así: Julio Chávez es convocado para hacer de El Oso, en la película Un oso rojo, de Adrián Caetano. Para encontrar el personaje, Chávez piensa en parecerse lo más posible al director de la película (Caetano). Engorda pensando en deprimirse en un país que quiere ser flaco y aprende boxeo para poder pegar, cuando nunca –jamás– lo hizo. Filmando se da cuenta de que, además, quiere parecerse a esos remiseros que comen choripanes por un peso en la costanera.
Cuando termina de rodar el western urbano, va al cine y repara en que había estado interpretando a su propio padre (un carpintero alemán, casado con una mujer egipcia en una asociación israelita de la Argentina). Y cuando se mira comprando un oso rojo, baja la vista. Y descubre que le había puesto una pizca de sí mismo: su agresividad verbal. Sobre el final, el actor sigue sin saber quién es realmente y se acuerda de que, en realidad, su apellido no es Chávez –como el presidente de Venezuela–, sino Hirsch y nada tiene que ver con el Barón, aunque viene de por ahí. Finalmente, se da cuenta de que hace carpintería como su padre, o que su padre bien podría haber sido un artista y que su padre tenía mucho de El Oso y no al revés. Sin duda, Chávez conoce el juego de roles. En una larga entrevista con Página/12 termina confesando que El Oso es una mixtura de varios trozos de su vida pero, aun así, nada tiene que ver con él.
–¿Cómo fue hacer Un oso..?
–Cuando leí el libro, entendí que podía verse como una invitación a jugar al héroe; pero también a adoptar una postura de “compromiso social”. Las dos opciones eran riesgos grandes y caminos peligrosos. Y traté de evitarlos. Intenté jugar al Oso, sin terminar de entrar en su personaje. Caetano tiene una mirada especial en un mundo que podía ser para Desanzo, que es el mundo del desquite. Pero era una película de género. Y mi personaje debía tener una gran humanidad, más allá lo que hiciera: héroe, antihéroe o villano. Debía aparecer un peso específico de lo humano, que no se termina de revelar, que no se termina de decir. Si el Oso se desvive por su hija, es una gran tentación para un actor demostrar que quiere ser un padre, que es un pobre tipo, o que no merece ser padre. Pero yo creí que había otra forma de hacerlo. La escena de la calesita, por ejemplo, cuando el Oso es revisado por la policía ante la presencia de su hija, es un momento clave. Allí habría una tendencia natural a pensar una mirada del tipo “qué injusto es el mundo” o “la policía es una mierda”, o “pobre tipo, la hija está viendo cómo lo palpan”.
–¿Cómo resolvió, entonces, esa mirada?
–Quería chequear si la chica me estaba criticando. No pensé si era mi hija o no, o si la policía era una mierda. Si el Oso está lleno de enemigos y todos lo critican ¿la hija también?, pensé. Suponía que, en ese contexto, el espectador lo iba a percibir. Cuando vi la película entendí que había acertado. Porque no es una mirada de una vergüenza actuada.
–¿Qué otras barreras debió resolver para componer el personaje?
–En relación con el Oso soy una persona mucho más, digamos, fina. Tengo otro instrumento. Caetano no me pidió que engorde, ni que aprenda boxeo. Nunca me pegaron, nunca pegué, nunca toqué un arma, nunca me llevaron preso. No digo flaco, birra, masa, mostro. Soy ajeno a ese mundo. Tengo otro personaje de mi vida. ¿Cómo carajo iba a darme credibilidad? Sentía que engordar me iba a ayudar, porque tendría una cosa de fletero, de tipo que morfa choripán por dos pesos… Un aire a esos taxistas que se los ve comiendo colesterol. Además, me imaginaba que me iba a deprimir. En el fondo, quería parecerme a Caetano que tiene algo del Oso, ¿no? Y el boxeo me iba a hacer bien. Te insisto que no sé pegar una piña y nunca me han pegado. Tenía que encontrar aspectos en común con el Oso. Soy violento, pero verbal y psicológicamente. Puedo ser agresivo, paranoico e hipersensible. A el Oso le pasa lo mismo: tiene mucha emotividad y dificultad para articular. Yo puedo hacerle pasar un mal momento a alguiencon el lenguaje. Al Oso, por no tener lenguaje, le es más difícil comunicarse. Pero si no puede hablar, ¿qué mierda va a hacer?: pegar.
–El Oso parece hacer todo bien. ¿Por qué su vida es un caos?
–Es una licencia de género. Desde la posibilidad cotidiana se puede terminar destrozando la película. Pero sería injusto. Aquí no importa lo posible justamente porque es una película. Le pertenece a un género que se caga en lo posible. No se detiene en cuestiones de la vida cotidiana. Pega saltos, como un comic. No importa si lo que hace el Oso puede pasar o no.
–Sin embargo, Caetano logra esa similitud con lo real.
–Ese es su talento. Sabe utilizar la calle para meterla en un cuento. Nada puede pasar realmente, pero ésa es su apuesta. Cuando leí el libro, la primera hoja decía claramente “Western urbano”. Es el lejano oeste con otro escenario: Caetano saca el caballo y pone el auto, saca la taberna Far West y mete el bar que él conoce y el rancho es la casa de Natalia. Pero en ese relato, el viaje de la persona hacia algún otro lado es el riesgo que maneja Adrián, que no es inocente y aniquila al observador.
–¿El contexto social no otorga un interés especial al film?
–La culpa es del espectador: muchos creen que ven una película de Trapero o Caetano, miran “Al pan, pan” con Mónica Cahen D’Anvers, siguen un rato a Lanata, y sienten que ¡ya están! en el interior de las opiniones. Es cierto que hay un acercamiento hacia la obra de Caetano. Pero puede ser desde un lado equivocado. La película se vale de un contexto cotidiano para contar su propio cuento. Porque Un oso rojo no es más que un lindo cuento. No creo que su intención haya sido acercar al espectador burgués a una realidad cotidiana. Sería muy naïf pensarlo así. Cuenta una situación muy mansa en relación con lo que sucede.
–¿Cómo fue el trabajo con Caetano?
–Al principio hubo mucho temor entre ambos. Hasta el primer día de rodaje, no sabíamos qué iba a pasar. Yo lo miraba como una lechuga y él me miraba como un rabanito. Pero el primer día se produjo una confianza. Yo confié porque me di cuenta de que creí que sabía más de lo que creía que sabía. Después hubo acuerdos en común sin hablar, como esa sensación de no saber exactamente qué va a pasar entre el Oso y la nena.
–Esta semana se estrenó Historias mínimas de Carlos Sorín. ¿Cree que alguien se acuerda de que usted actuó en La película del Rey?
–¡Me parece perfecto! Cuando aparecen los que dicen “aprovechá el momento” me detengo. Hace 20 años que vengo escuchando esa frase. Tenía el afiche de la peli colgado en la pared, el premio de Biarritz en un estante y las críticas en una carpeta. La semana pasada dije ¡Basta! y escondí todo. Me arriesgaba a seguir alimentándome de ese gustito del “éxito”.
–¿Pensaba recibir tan buenas críticas?
–Antes pensaba que iban a destrozar la película. Cuando la vi me di cuenta de que mal no le iba a ir. Pero no me esperaba tantos buenos comentarios. Sin embargo, cuando vi la película tuve que bajar la mirada en una escena porque me dio vergüenza de mí mismo.
–¿En qué momento?
–Cuando compra el oso rojo para su hija. Chequea el muñeco, el tipo dice un precio y el Oso lo mira. La manera de mirar a ese tipo me reveló que no era yo el que estaba mirando. Ese tipo que construí a uno como yo lo detestaría.
–¿En la calle lo confunden con el Oso?
–Pasa poco. Ya bajé bastante de peso, me creció un poco el pelo, además pienso tomar sol, adelgazar más. Aunque el otro día pasé por una remisería y salieron dos a gritarme: “¡Grrraaande Oso!”. Y me asusté.
–¿Qué piensa hacer ahora?
–Voy a hibernar por un tiempo. Quiero que se estrene Grieta, la opera prima del cordobés Santiago Losa, algo opuesto a Un oso rojo, desde el punto de vista narrativo. Es la primer película que se hizo con video de alta definición en el país, a la manera de La virgen de los sicarios. No es mi primera opera prima. Hice la de Adolfo Aristarain, de Lita Stantic, de Carlos Sorín. No son pocos, aunque podrían haber sido menos.

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